A más de 3.200 metros sobre el nivel del mar, donde el aire comienza a escasear y el frío penetra los huesos en medio de la calma, la montaña respira en silencio. Entre el susurro del bosque de niebla y el aliento húmedo del páramo, aparece, casi sin anuncio, una silueta que obliga a los caminantes a detenerse. Es un rostro tallado por el viento y el tiempo: una cara de piedra que parece observarlo todo desde los primeros siglos.
En la vereda Timinguita, en el corazón del municipio de Susa, Cundinamarca, se encuentra el Parque Ecoturístico La Cara del Indio. No es un lugar de atracciones como los demás, es un santuario donde las rocas hablan, donde cada grieta y cada curva del terreno parecen esconder una historia, un eco, un espíritu.
El camino, para llegar hasta este lugar es exigente. Los senderos son empinados, húmedos, y muchas veces inciertos, pero también están vivos. En las piedras del trayecto se esconden figuras muiscas, antiguas tallas que han resistido al clima y al olvido.
Algunas parecen ojos, otras, símbolos cuya interpretación se pierde entre el mito y la arqueología. Acompañados por un guía local, los visitantes no solo recorren un paisaje, caminan por la historia, por las raíces profundas de un pueblo indígena que aún vibra en las montañas.
A medida que se asciende, la vegetación cambia, el viento arrecia y el silencio se hace más denso.
Finalmente, desde la cima, la recompensa es sobrecogedora. Desde allí, el mundo se abre, se pueden ver los pueblos de Susa, Simijaca y San Miguel de Sema, alineados como cuentas de un collar ancestral, y la laguna de Fúquene que brilla a lo lejos, quieta, serena, como si también escuchara.
“Hay algo más que paisajes. Lo que verdaderamente habita este lugar no es solo piedra, ni niebla, sino un mito. Cuentan los lugareños que hace siglos, un anciano indígena, sabiendo que su vida llegaba al final, pidió a los dioses ser convertido en roca para vigilar a su pueblo eternamente. Su deseo fue concedido. Hoy, su rostro permanece allí, inmóvil pero atento, como un centinela de piedra que resiste al tiempo y a los hombres. Dicen que, cuando el sol se pone y la bruma baja, sus ojos parecen moverse”, relata Carlos Eduardo Castillo para Rutas del Dorado, programa de turismo de la gobernación de Cundinamarca.
Este rostro no está aislado en medio de la nada, pertenece a un territorio lleno de historia. Susa, el municipio que lo acoge, es un rincón del altiplano cundiboyacense con raíces tan profundas como los cerros que lo rodean. Su nombre viene de la lengua muisca y significa “caña blanca” o “blanda”. Fue hogar de los indígenas muiscas antes de la llegada de los españoles, quienes lo fundaron oficialmente en el año 1600.
Hoy en día, Susa conserva una fuerte identidad rural, su iglesia colonial de San Miguel guarda siglos de fe y arquitectura. Sus montañas, sus lagunas, sus caminos de tierra y sus cultivos cuentan historias de resistencia campesina. El clima templado, de unos 14 grados Celsius, favorece la vida al ritmo del campo. Es un lugar donde aún se puede mirar el cielo sin cables, sin afán.
Y si algo caracteriza a este municipio, es su apuesta por el ecoturismo: rutas para caminantes, para ciclistas, para observadores de aves, senderos donde se puede oír a la naturaleza hablar.