La leyenda de la Madre Monte, una mujer enigmática que guarda los secretos de la naturaleza, se ha transmitido de generación en generación, imponiendo su justicia sobre quienes desprecian el equilibrio de la tierra.La leyenda de la Madre Monte es un relato que ha resonado en los rincones más remotos de Cundinamarca, especialmente en sus regiones rurales. Es una historia ancestral que tiene sus raíces en las tradiciones orales de las comunidades indígenas y que, con el paso del tiempo, ha evolucionado hasta convertirse en un mito profundamente enraizado en la cultura popular.Esta figura es considerada por muchos como la protectora de la naturaleza, una entidad que, en su furia y misterio, castiga a quienes osan perturbar el equilibrio natural del entorno.En sus versiones más comunes, la Madre Monte es descrita como una mujer de belleza inquietante, que habita los bosques, selvas y montañas, siempre rodeada de una atmósfera de misterio y terror. Se dice que su conexión con la tierra es tan profunda que es capaz de controlar el entorno natural.Los que se aventuran sin respeto por los bosques, especialmente aquellos que entran con malas intenciones, como cazadores furtivos o madereros ilegales, pronto descubren que las rutas se cierran ante ellos.Se sienten desorientados, perdidos en un tiempo y espacio que parece distorsionarse, es como si la Madre Monte estuviera jugando con ellos, dirigiéndose hacia su perdición. Uno de los elementos más aterradores de la leyenda es la habilidad de la Madre Monte para hacer que las personas pierdan la orientación.Los que se adentran en los bosques a menudo experimentan una confusión inexplicable. Caminan en círculos, el paisaje parece cambiar frente a sus ojos y, en ocasiones, escuchan extraños sonidos o risas que provienen de la oscuridad. En algunas versiones, se dice que esa risa es la de la propia Madre Monte, burlándose de su presa antes de atraparla.Estos fenómenos se producen en la quietud de la noche, cuando la tranquilidad del monte es interrumpida por algo sobrenatural.
Por: Evelin Salazar